Allí estaba ella...
La ví y no pude dejar de mirarla. Tenía la piel clara y la marca de lo que sería el pote mal extendido, sus ojos no eran negros como el azabache, ni verdes como la esperanza, sino que eran normales, de un color oscuro y no me hubieran llamado la atención sino fuera por que llevaba una gran sombra de ojos que delimitaba con sus cejas, y estaban bordeados con un perfilador muy insistente que alargaba la ralla del ojo hasta casi la oreja. Sus labios eran puntiagudos, una versión bastante fea de una boca de piñón. Los llevaba pintados de un desafortunado color carmesí y remarcados con un borde granate de casi medio centímetro. Grotesco. Y es que allí estaba ella, vestida con una minifalda negra tipo tutú y una camiseta de tirantes que tenía la espalda de puntillas, como una braga, con un tribal estampado por delante como si de un coche “tuneado” se tratara, desde luego que no dejaba lugar a la imaginación. Allí estaba ella, esperando en la puerta del autobús, clavando su mirada en el horizonte mientras cruzábamos el puente, quizás esperando que las puertas se abrieran y una patada la lanzase fuera, Tarantino lo hubiera acompañado de sangre, pero a mi me bastaba con que volase, porque era, probablemente, la chica más fea del autobús. Doy fé.